domingo, 6 de marzo de 2016

MUHAMMAD ALI: ERA EL MEJOR (Y ÉL LO PROCLAMABA A GRITOS)

LUIS VENTOSOL
ABC.es

Tal vez fue el mejor. De hecho él lo proclamaba a gritos, con su locuacidad efusiva, tantas veces histriónica. Pero además Cassius Marcellus Clay Jr., o Muhammad Alí, pues así quiso llamarse («el otro fue el nombre que los blancos dieron a mi amo esclavista»), fue el primer deportista de predicamento planetario que gobernó su propio destino y se convirtió en un símbolo de la contracultura.
Alí ganó tres veces el título del mundo. Lo hizo con solo 22 años, en 1964, y lo repitió ya más lento, pero más taimado, en 1974 y 1978. Disputó 61 peleas profesionales y solo bajó del ring derrotado cinco veces. Se pavoneó al lado de Malcolm X, vociferando ambos provocaciones racistas desde el otro lado que han envejecido mal. Pero su sincero aldabonazo en favor de los derechos de los negros supuso una inmensa ayuda contra una segregación repulsiva. Fue un San Sebastián pop, martirizado por las flechas para la portada de «Esquire» en 1968. Charló con Dylan y encandiló a los hippies cuando en 1967 el deportista musulmán se negó a enrolarse en el Ejército para combatir en Vietnam. «Yo no tengo ninguna pelea con los del Vietcong. Ninguno de ellos me ha llamado negro».
El establishment lo desposeyó de sus títulos y durante tres años largos, de su licencia para combatir. Le impusieron una pena de cinco años de cárcel que no llegó a cumplir y una multa de diez mil dólares. El Supremo acabó dándole la razón en su objeción por motivos religiosos. Pero como decía el zorro Angelo Dundee, su entrenador blanco de siempre, «le robaron sus mejores años». Alí es también materia literaria, fascinación de prosistas rocosos como Norman Mailer, instalados en la dudosa tesis de que reventarse a golpes es el epítome de la más alta virilidad.
El 02 Arena, el inmenso coliseo del rock de Londres, celebra esta semana a los dos Alí, al boxeador y al agitador político. La exposición «Soy el más grande», a la que cuesta 20 libras entrar, estará en cartel hasta finales de agosto. Se han reunido 200 objetos del boxeador. Allí está desde el marco de la puerta de la casa de tablas de Louisville (Kentucky) donde nació, hijo de un pintor de señales y de una ama de casa que limpiaba fuera, hasta los entorchados de sus títulos, sus guantes de peleas nunca olvidadas, carteles de combates, infinidad de maravillosas fotografías.
Pero lo que más impone es el desparpajo provocador del joven, guapo, elegante a su modo y siempre arrogante Cassius Clay, que emerge con su magia lenguaraz en películas en blanco y negro del siglo pasado. Muy especialmente, fascina observarlo bailando y a veces sufriendo hasta la agonía en el cuadrilátero. Peleas de los días en que sus pies volaban, que ganaba casi como si se pegase vestido de esmoquin, haciendo buena su máxima: «Baila como una mariposa y pica como una abeja». Pero también luchas tan sanguinolentas como su tercer choque de trenes con Joe Frazier, bajo una humedad alucinada de 38 grados en la Manila de 1975. «Lo más parecido que he conocido a la muerte», en palabras de Alí, triunfal, pero por una vez vulnerable.
Hasta el final se rumoreó que Muhammad Alí podía viajar a Londres para inaugurar la muestra. Una fantasía publicitaria, dada su postración física. Quien acudió fue Lonnie Williams, la cuarta mujer de un hombre que ha tenido nueve hijos, una amiga de su primera juventud con la que se casó en 1986, recién aparecido el Parkinson, y con la que vive en Scottsdale (Arizona). Alí, que cumplió los 74 el pasado 17 de enero, ha iniciado el año con dos ingresos hospitalarios, uno por problemas respiratorios y el segundo por una infección urinaria. Hace dos años largos que ya no puede hablar, otra dentellada de un Parkinson que se atribuye a los golpes en la cabeza. Hace muchos lustros que ha perdido la expresividad facial. El rostro sonriente que no tenía miedo a nada se contrae ahora en una máscara perpleja. A pesar de su mala cabeza en las inversiones, que explica que todavía se subiese al ring con 38 años, conserva un patrimonio de 50 millones de dólares y es un ídolo mundial. «Espero que esta exposición lo una a una nueva generación de seguidores», comenta su mujer. No hace falta. Alí está tatuado a golpes y palabras en memoria humana.
Veo en una calma silenciosa las dos obras maestras de Alí. Las dos peleas que le programó Don King en escenarios exóticos, en un tiempo en que el boxeo detenía el reloj del planeta. Una es su celada de astucia en la noche de Kinshasa frente al joven Foreman, al que un estratégico Alí de 32 años tumbó en el octavo tras dejarse acosar en las cuerdas y provocar que su rival se desfondase. Un triunfo de la inteligencia. Y veo también, no sin espanto, su carnicería de Manila frente a Frazier, al que derrotó tras 42 minutos de violencia sin tasa.
Frazier, su péndulo moral
Frazier es el péndulo moral de Alí, el espejo donde vio reflejado lo mejor y lo peor de su mito. Murió en 2011, lo que provocó una fuerte depresión a su rival, porque había quedado una cuenta sin saldar: nunca supo presentarse ante él y pedirle perdón. Tal vez como una máscara para tapar su puro miedo; tal vez por mero afán publicitario, o por la humana soberbia de quien se sabe el mejor, Alí humilló a Frazier antes de su pelea de una manera extremadamente cruel. Lo llamó «Tío Tom», gorila, retrasado. Frazier sería el negro que seguía aceptando sumiso la bota del blanco y Alí, el liberador que ya ha roto el yugo. Joe Frazier no se reconoció en esa acusación y nunca se lo pudo perdonar. Alí, obligadamente sigiloso, seguramente tampoco se lo ha perdonado a sí mismo.

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